viernes, 4 de enero de 2013

NACER PARA MORIR O VIVIR PARA PADECER, LOS ENFERMOS Y SUS PATOLOGÍAS. RAFAEL SAGREDO.

En el siglo XIX, una patología tal vez no invalidaba, pero sí condicionaba la existencia de individuos en términos de forzar su repliegue en el ámbito privado, o al menos reducir sus comportamientos públicos, obligándolos a desarrollar una nueva forma de vida, diferente, propia de un enfermo, de un paciente, de una persona postrada o limitada en sus movimientos, y por lo tanto, condenada a desenvolverse ajena al mundo que estaba más allá de la mampara de su habitación, de la entrada de su rancho o del espacio que habitaban sus cercanos. Entre otras razones, por su dependencia de terceros, tanto para los cuidados cotidianos como para la materialización de sus necesidades básicas.
Como se comprenderá, acercarse a la situación real de los enfermos, como conjunto, no resulta una tarea fácil. Las condiciones de vida de un sujeto postrado en su lecho, u obligado a una convalencia prolongada en su casa habitación, varían mucho en función de la dolencia o incapacidad, medio en que habita, edad o, incluso, el género de la persona.

REMEDIOS PARA VARIAS ENFERMEDADES, ÚTILES DONDE FALTE EL MÉDICO
En su enumeración, Fernández Niño, agricultor de la zona central, decidió escribir una Cartilla de campo y otras curiosidades, dirijidas a la enseñanza y buen exsito de un hijo de la cual esperaba legar a su heredero las herramientas, el saber adecuado para desempeñarse como propietario, aquí clasifica los tratamientos para cada dolencia: “sorber orines propios calientes en ayunas, para calmar los dolores de muelas; o los orines de burro tres veces al día, para el mal olfato; o. francamente, poco ortodoxos, como sóbate todas las noches con sbo el ombligo y no empacharás; bajate los calzones y siéntate de repente en agua fría, para el dolor; azótate la espalda, pantorrillas, brazos y frente con ortigas, para el tabardillo o insolación acompañada de letargo o delirio”.
Otro testimonio lo entrega Adriana Montt en 1823, en una carta enviada a su nuera: “para el corazón, toronjil, violetas, flor de azucena, claveles y alelíes blancos; para la retención de orina, cataplasmas de perejil frito en aceite; dolores de dientes y muelas, romero en vino caliente; para las almorranas, cataplasmas de flor de bisgana; para el flato, hormigas y semilla de albahaca; boldo para el hígado; la bosta de caballo para la indigestión; para la vejez, poca comida, ninguna golosina y paciencia, mientras no tocan la puerta avisándonos la partida”.
Bernardo O’Higgins: sufrió problemas afectivos que se manifestaron en enfermedades. Dueño de un estado anímico muy especial, “psicología del desterrado” le han llamado, sufrió una “neurosis del abandono” que se expreso en angustia, desesperación y agresividad causada por la soledad. La tristeza y la exaltación, la benevolencia y falta de carácter, la debilidad y la inseguidad que su origen y situación familiar le provocaron, no sólo explican el carácter autista y sin sentido del humor de O’Higgins., también sus actuaciones públicas que, tras una fachada exterior y ficticia fuerte, escondía su inseguridad en la lucha por la vida. O’higgins tuvo dolecias físicas propias de su época, cómo el vómito negro o fiebre amarilla, que lo tuvo al borde de la muerte a los 21 años. También tuvo malestares que se convirtieron en crónicos, como la osteomilitis que lo ataco en 1818 en la batalla de Cancha Rayada, sufrió una herida con fractura del húmero derecho. Esta inflamación simultánea del hueso y de la médula ósea le trajo períodos en los que ni siquiera podía usar el brazo, sufriendo fiebres altas y debilitamiento general. Incluso, sería la causa inicial de su hipertensión arterial que lo aquejó, a la vez que primera manifestación de su afección cardiaca. Ella convivió con otros males del prócer,  como neuralgia facial, reumatismo, conjuntivitis, apoplejía cerebral, dolencias del hígado y cefaleas que, especialmente las molestias a la vista y la neuralgia, no lo abandonaron jamás, menoscabando su vida cotidiana, pues, como él mismo escribió, el “corregimiento” a la cara no lo dejaba vivir.

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